Diggin. En busca del vinilo perdido (*)
<< En un mundo en el que
luchamos por entender, no podemos permitirnos pasar por alto lo que la música
tiene que ofrecer, y esto significa una relación activa con ella, no un
apartamiento exigente y melancólico >> ( Nicholas Cook)
<< La grabación aporta una
forma diferente de experiencia musical. Ha cambiado la forma en que escuchamos
música y el modo en que ésta se realiza. Las grabaciones abren nuevos campos
para la formulación de cuestiones importantes acerca de la interpretación
musical y la naturaleza de la experiencia musical >> ( Julián Ruesga
Bono)
Me gusta pensar como la música nos puede
deleitar y abrir nuevos horizontes más allá de la piel de gallina que nos provoca
su sonido o las ganas de ponernos a bailar que nos transmite su ritmo. Cuantos
recuerdos vinieron a nuestra mente, traídos por la melodía de una canción que
quizás escuchemos remota, en un paseo, salpicada a la calle, desde la ventana
de un bar. Entonces, una canción puede ser un recuerdo, una canción puede ser
un momento, una canción puede ser un dibujo, una canción puede ser un lugar,
una canción puede llevarnos a parajes desconocidos, convertirnos en buscadores
de tesoros.
No hace mucho que la música se empezó a
encapsular, se sonó-fijo, como lo
denominarán autores como Michel Chion
(El arte de los sonidos fijados). Existen épocas donde el silencio que
nos llega sólo se puede sonorizar por lo que la imaginación nos sugiere. Pero
hasta hace poco, las voces, los instrumentos y hasta los aplausos, pueden
intercambiarse, perderse o guardarse en un pequeño gadget portátil, para que
ligeramente uno se pueda llevar la Filarmónica de Nueva York al Aconcagua.
Desde principios del siglo pasado no solamente
aparece en escena un objeto para por ejemplo, armar pequeñas fiestas en casa
con sonidos lejanos y ritmos nuevos, sino que se cultivará también un nuevo
anhelo que se transformará en floreciente pasión, por buscar, encontrar y
poseer, pedazos de momentos musicales.
Como nos cuentan en Diggin’Barcelona, un documental autofinanciado, creado por
el dj francés Karl Hungus que hace
un recorrido por los locales de la capital condal que albergan una programación
musical basada en el soul, el funk, el jazz y el latin, intentando crear espacios
donde la variedad de platos sea el menú de sus noches, diggin’ (del inglés dig: cavar) es una palabra que intenta
describir un fenómeno que como se puede leer en algún blog, podría estar muy
ligado a la arqueología, por lo que supone de búsqueda y aprendizaje. Y es que
la satisfacción de encontrar y rastrear una perla discográfica, después de sumergirse
en oscuros océanos, no es fácil de describir, sino que hay que vivirla. Entre ellos, los que la viven, hay
coleccionistas, dj’s en busca de la rareza que haga estallar de júbilo, los
oídos de sus feligreses y cada vez más, anónimos amantes de un revalorizado
vinilo.
Seguir la huella de un oasis de discos nos
puede hacer llegar a parajes y rincones remotos u ocultos, y al hallarnos allí,
encontrar un espacio donde el tiempo se haya detenido y seamos testigos de lo
inabarcable, mientras dialogamos con el propietario de ese paraje. En relación
con este viajar por la música hay quien ha creído encontrar, una excusa
diferente para acercar a los turistas a su agencia de viajes, una es vender
packs de viajes para asistir a festivales de música y la otra poder viajar
donde se creó el estilo musical del interesado, como en octubre del 2011 ideó
la agencia inglesa Thomson.
El
diggin’, entonces es una búsqueda,
pero también nos habla de una cultura y de un entender la música desde sus
múltiples facetas. Porque quien empieza a excavar y a encontrar tesoros, querrá
saber de donde vienen éstos, quien los decoró, comenzará a querer cuidarlos y
clasificarlos, para una mejor conservación y gustará de mostrarlos y hasta de
ampliar sus historias con palabras escritas en revistas y libros. Estamos
hablando entonces ¿De un ritual?
¿Una adicción? ¿Un leit motiv íntimo?
Quizás sean estas u otras muchas cosas más. Tal vez sea algo que forme parte de
la historia de amor entre las personas y la música. De todos modos, lo que si
se vislumbra es que la persona interesada, independientemente de su afán
coleccionista, la persona que persigue un sonido, pasa de ser un mero oyente y
consumidor a ser un escuchador y un curador de su propio àlbum sonoro.
Un cuidador musical cuya tarea o afán parece no
tener fin en los espacios físicos, sino que se amplía y bifurca, creando nuevos
lugares donde explorar, en los lados virtuales de la realidad. Sumergirse en la
red, navegar y saltar entre hipertextos, puede llevarnos a seguir rastros por
sonoridades extranjeras, a contemplar colecciones, como las que recuenta Ben Gunn en la revista Al oído 1, dentro del capítulo
“Compartir no es delito”, con rarezas o piezas sonoras que abren el abanico
sonoro personal y ponen en contacto enamoramientos comunes.
<< Están los coleccionistas que se toman
el trabajo de digitalizar sus preciados y por décadas atesorados vinilos. Miles
de oyentes agradecen luego en silencio, como una caricia al oído, ese sonido de
fritura que el higiénico cd se había devorado. Sonidos que dormían en casettes
bajo llave hoy vuelven a girar por el mundo, a patinar. Recitales históricos en
cavernas olvidadas, viejos programas de radios, entrevistas, demos, simples y
lados B, lados C, lados D >> (Benn Gunn).
Porque quizás el diggin’ nos hable de eso, del querer enriquecer la música, de darle
otras trascendencias, de no conformarse y encontrar la relación personal y no
pautada con el sonido que nos gusta, con la melodia que aún no sabemos si
querremos recordar.
(*) Este artículo aparece también en la web: leedor
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